Irene Evel Cordiano
El viento y las hojas de los árboles juegan a los susurros. Con lenguaje de espuma y burbujas, el agua corre entre las piedras.
Florencia camina desganada. Sus pasos son leves como los sonidos del crepúsculo.
-¿Dónde estás? –se pregunta. - ¿Dónde estás?
Hoy sus padres le dijeron que sí, que podía llevarlo a casa. Loca de alegría corrió al lugar de siempre. Por primera vez no estaba.
Al principio lo esperó sin impaciencia. Cuando pasaron las horas, la invadieron la inquietud y el miedo. Empezó a buscarlo. Sus gritos sin respuesta rompían el silencio tibio de la tarde.
Después su voz se hizo chiquita y su andar cada vez más lento.
Ahora se detiene agotada.
-Pensé que me quería… que me necesitaba… ¿Por qué se fue?
A través de las lágrimas observa que la noche se le viene encima. Su última mirada es para el camino que se pierde allá lejos… Y murmura un adiós dulce.
Cuando llega a su casa no le hacen preguntas. Respetan su silencio.
Florencia se echa boca abajo frente al hogar encendido. Pronto entra en calor pero no deja de temblar. Durante un rato contempla la danza de llamas.
Por la ventana abierta asoma la oscuridad. No hay luna. Suspendidos en el aire brillan los bichitos de luz.
Por fin, Florencia hilvana palabras y lágrimas tan ligeras que apenas se oyen.
-No vino… no creo que vuelva.
El padre asiente comprensivo.
-Te dije que no te ilusionaras. Los vagabundos no se quedan mucho tiempo en un mismo sitio.
-Parecía contento… no imaginé que me fuera a abandonar… Paseábamos… Nos divertíamos… Éramos muy compañeros… Lo voy a extrañar…
-Tal vez esté enfermo o herido –opina la madre.
-¡Ay, no! ¿Qué puedo hacer?
El padre no vacila. Toma la linterna y abre la puerta.
-Vamos.
Con el corazón lleno de golpes desordenados, Florencia lo sigue callada.
El bosque no está lejos.
-Es aquí, papá.
La luz de la linterna se desliza alrededor del paraíso, dibuja angostos senderos, alumbra la noche dormida.
-Llámalo, hija.
-¡Muchacho!
Sólo el canto de los grillos.
-¡Muchacho!
Sólo el chillido de un ave.
-¡Muchacho!
Sólo el croar de las ranas.
Se internan en le bosque. Los murmullos del sueño se mezclan con sus pisadas. La luz de la linterna salta entre los yuyos, descubre huecos en los troncos, les abre paso a través de la arboleda.
Después de andar un largo trecho no les queda nada por recorrer.
Podríamos ir al pueblo –sugiere el padre.
-Es inútil. Se fue. Tú lo dijiste, es un vagabundo. Volvamos.
En eso, Florencia contiene la respiración. Desde cerca le llega una voz suave, casi quejido que la llama.
-¡Es él, papá!
La luz de la linterna resbala por las enredaderas, se arrastra por el pasto y finalmente lo ilumina.
-¡No te fuiste! –exclama Florencia, conmovida.
Se arrodilla. Con suavidad aparta las ramas del árbol que la tormenta de anoche desgajó. Debajo está aprisionado el pequeño cuerpo.
No tiene heridas. Ni siquiera un rasguño. Solamente mucho cansancio… y una gran felicidad.
Florencia abraza a Muchacho, su compañero de aventuras, el perrito vagabundo.
La luz de la linterna hace piruetas en el aire, juega a las escondidas, señala el camino al hogar.