Agosto 2013
por Isabel Silva
De pronto, un sobresalto.
Me despierto absolutamente confundida; impactada.
Una marcha militar –“La avenida de las camelias”, creo- me invade el cerebro. Están tocándola en la calle, debajo de mi balcón. Y no es exactamente una serenata.
Apenas pasaron segundos desde que me desperté y las cosas comienzan a acomodarse en mi mente.
Hoy es 1º de mayo. El presidente Alfonsín viene al Congreso. Yo vivo a una cuadra del Congreso, por lo tanto no tengo más remedio que despertarme a las nueve menos veinte de la mañana de un feriado en el que pensaba dormir hasta el mediodía.
Me resisto a levantarme. Aprieto los ojos para seguir durmiendo, mientras escucho que la banda se va alejando.
Por fin, silencio.
De repente, oigo la fanfarria: ¡Vienen los Granaderos!
Me tiro de la cama (¡Qué frío!) y espío por un rincón de la ventana que me permite ver la calle sin salir al balcón.
Pasan los Granaderos rumbo hacia la Avda. Belgrano. Se acabó. Vuelvo al calor de mi cama con los pies helados.
Prendo la radio. Están transmitiendo la entrada del Presidente al Congreso.
Nuevamente escucho voces de mando en la calle.
Desde muy lejos, me llega la voz de papá: -¡Apurate que vienen los soldaditos!- Papá; si vivieras sabrías que ya no son más soldaditos. Ahora son “milicos”.
Sobre mi mesa de luz, tengo un libro que me prestó mi amigo Pablo, un ex combatiente: “Dios y los halcones”.
Casualmente, anoche leí algunos relatos de las acciones militares en las Islas.
Mientras recuerdo que hoy se cumplen tres años del inicio de los combates de la Fuerza Aérea en el Sur, casi simultáneamente, en la calle comienza a escucharse la marcha de las Malvinas.
Y ya no aguanto.
Vuelvo a escuchar a papá, -¡Apurate…!- y salgo de la cama llevándome todo por delante, sorbiendo la emoción que no me deja ver.
Me visto a los apurones y mal. Tengo que volver a hacerlo.
Finalmente, bajo y llego a la calle.
Entre Ríos entre Alsina e Hipólito Yrigoyen está llena de caballos y de Granaderos.
En mi camino hacia el Congreso, veo que algunos de ellos están acompañados por sus familiares, que charlan desde la vereda. Otros, tienen familias prestadas. Me refiero a familias cuyos hijos están haciendo la conscripción en algún rincón del país y para las cuales cualquier colimba es hijo suyo.
Sobre el cordón de la vereda, un grupo integrado por uniformados y no uniformados, toma mate.
Cuando me acerco, veo que los sin uniforme son conscriptos: casi pelados, vaqueros y campera. -¿Quiere un mate, mi teniente coronel?-. Sin decir nada, pero golpeando las botas contra el suelo por el frío, éste acepta gustoso.
El caballo del teniente coronel es blanco, y también golpea las patas contra el piso.
Me acuerdo de algún desfile lejano y escucho mi voz: -Abuelo ¿Los caballos tienen frío en las patas?-.
Le sostiene la brida la mano de un muchachito muy morocho, con uniforme de salida, que mientras se acomoda el birrete, le habla. ¿Entenderá el caballo?. Probablemente, ya que cogotea y dice que si varias veces con la cabeza.
Frente al Congreso se van juntando pequeños grupos de curiosos.
Un matrimonio madurito, con un invisible cartel de “cordooobeses” –que se hace presente cada vez que abren la boca para hablar- se preocupa por averiguar por dónde va salir el Presidente. La señora quiere verlo “de cerquita”.
Las luces del Congreso y de la plaza están encendidas.
No sé para qué. Imposible mayor fulgor.
El día es hermoso. El cielo está absolutamente despejado y muy celeste. El sol encendido a pleno. Se le suma el brillo del bronce de los morriones, del acero de los sables y los alamares de los uniformes (sin olvidar el charol de las botas).
En la esquina de Hipólito y Entre Ríos está la policía; y al lado de los Granaderos altos, delgados y lustrosos, los guardianes del orden y el bien público, parecen gordos y petisos. Su único brillo es el de los raídos uniformes, en los que innumerables planchados hacen relumbrar en estratégicos lugares.
Pasa un motociclista a pie. Campera de cuero negro, pantalones de cuero negro, borceguíes negros, la funda de la reglamentaria ídem, hasta el cinturón y la funda de los cargadores son de cuero negro. Como toque final, anteojos y guantes al tono.
Me acordé de las imágenes pandilleras de algunas películas norteamericanas.
Una pareja compuesta por un hombre alto y gordo, y una chica muy joven y bajita –que hasta el momento se habían estado arrullando- se acerca a un granadero. Ella le habla y el granadero asiente.
El hombre prepara la cámara de fotos. Ella se acomoda el cabello parándose al lado del soldado mientras éste tira de su chaquetilla hacia abajo y saca pecho. ¡Clik!
Cuando pasan a mi lado, los escucho hablando animadamente, pero … en guaraní!
Un señor con uniforme de policía, pero no de cualquier policía, uno orlado de cordones y antorchas, aparece acompañado por un soldado que se cuadra estruendosamente ante el ya conocido teniente coronel y los presenta.
Los dos jerárquicos se retiran hablando.
En el grupo queda un hueco que un capitán (creo), que hasta el momento había escuchado pacientemente a su superior, se apresura a ocupar, poniendo cara de gran jefe suplente, y retoma el hilo de la charla.
Definitivamente, creo que los caballos tienen frio en las patas.
Las herraduras chocan contra el asfalto al mismo tiempo que la goma de mis zapatillas. Y mis pies están congelados.
Trato de buscar un quiosco. Mi estómago me recuerda el olvido de mi desayuno.
Hoy es 1º de mayo. Está todo cerrado.
El cuello de pullover, que asoma por encima de mi campera, ya adquirió el doble de su longitud en un vano intento de cubrirme la nariz, que parece un cubito haciendo juego con mis orejas.
Súbitamente, una formación de Ganaderos se desplaza por Entre Ríos hacia la explanada del Congreso que da a la esquina de Yrigoyen. Se trepan a ella y forman cordones a ambos lados de la misma.
La gente se arremolina esperando ver salir al Presidente. Pero no puede ser, ya que su voz me sigue llegando desde las portátiles que muchos llevan consigo.
¿Qué estará diciendo? Intento escucharlo. Interrumpe mis intenciones un ruido de motores.
Dos columnas de motos se recortan contra el sol. Son los vestidos de negro, que hace un rato estaban a pie.
Ninguna moto se para en la rueda trasera. Mi asociación con el motocross, se pierde por Entre Ríos junto con ellos, que se detienen en la esquina de Rivadavia.
Entre clarines y motos, ya va una hora y pico de discurso.
Presidente; el pueblo quiere verlo y hace mucho, mucho frío. ¿Cuándo sale?
Una señora codea al marido y le dice -¡Mira, un médico!- .
Me doy vuelta. Un hombre joven, de guardapolvo y pantalones blancos cubierto con un capote verde oliva, atiende a un muchachito desmayado.
Un clarín corta el aire con sus notas, que se congelan ni bien se oyen.
Los Granaderos –otra vez- comienzan a moverse.
El teniente coronel va a montar. Caramba!...me parece que el estribo está demasiado alto, o es que…, finalmente lo logra.
Al capitán también le cuesta montar. El caballo le da vueltas mientras un soldadito se lo sujeta tratando de apaciguarlo.
Por fin, monta y se acomoda.
Al trotecito, todos se ubican entre la plaza y el Congreso.
Cuando pasa la Bandera, aplaudo. Un señor me acompaña. Pero nadie más aplaude. ¿Por qué?
A las dos horas de su llegada, Alfonsín se retira del Congreso.
Los Granaderos lo siguen.
Me ataca el primer estornudo.
El calor de los recuerdos y de las imágenes de tanta ceremonia no fueron suficiente.
Vuelvo a casa pensando en mi postergado desayuno.
Dos señores pasan a mi lado dando largos y apresurados pasos.
Uno le dice al otro; -No pude escucharlo che, ¿Qué dijo?- y el otro le responde, -Nada, lo mismo de siempre-.
1º de mayo de 1985.