Diciembre 2013
Por Elba Beatriz Gallenti
Llegó con dos manos de anti óxido y una pátina de bronce dorado.
La dueña de casa la había encargado especialmente: un ángel sonando la trompeta, una de esas estilizadas criaturas apocalípticas como las que adornan algunos templos. Pero su función no sería la de convocar a las huestes celestiales, sino ir para donde corre el viento. Paradoja que su metálico destino le depararía de ahora en más.
Se sintió elevar. Escuchó el chirrido de los tornillos ajustándose cadenciosamente a intervalos cortos en las tres abrazaderas que dejaron su largo pie inmóvil contra la chimenea de la casa. Percibió el ajuste de sus cuatro brazos estirados, cada uno en una dirección fija. Sólo su figura bidimensional podía girar sobre sí misma.
Al quedarse sola, sintió por primera vez el aire que la envolvía. Era una reina en la soledad de la altura.
Poco a poco sus ojos se acostumbraron al cielo. Le resultaba divertido girar; el aire era suave y tuvo la ocasión de escudriñar el ambiente: aquí el laurel verde oscuro, allá la terraza del vecino con la ropa tendida flameando de una cuerda, más allá, los cables del teléfono balanceándose entre postes. En cada vuelta, un nuevo descubrimiento. –Uh, ¡qué divertido! Pero está refrescando… - pensó.
Tan distraída estaba con su nuevo mundo que bailaba de alegría y casi no se dio cuenta de que los colores, poco a poco, comenzaban a apagarse. Hasta que… -¡Oh, qué está pasando!- se sorprendió. Todo iba tomando el mismo color grisáceo, cada vez más oscuro, apenas si distinguía las formas. No entendía, pero estaba tan cansada…, tan cansada.
Un sudor frío la despertó. Sobre su cuerpo una rara capa de suaves cristalitos transparentes la hizo sentir como una princesa. Sonrió. Su brazo Este le señaló, entonces, a una bola más dorada que ella misma que empezaba a elevarse lentamente y sedienta, se bebía a besos su hermosa capa brillante. Se dejó acariciar por esa ternura luminosa. Saludó a los gorriones que tímidamente se posaban en sus brazos. Escuchó el murmullo de las hojas del laurel y se deleitó con el perfume de la madreselva que abrigaba la pared de enfrente.
Al mediodía, el calor de su amante la sofocaba. La piel dorada ardía, pero su figura resplandecía de felicidad en el abrazo.
Al caer la tarde, su brazo Oeste lo despidió con un beso. Él le prometió volver. Entonces ella comprendió, entre otras cosas, eso que la gente llama “tener esperanza.”
¿Y los vientos? Ah…, eso es para otra historia.
por Elba Beatriz Gallenti
“*La muerte es una vida vivida. *
La vida es una muerte que viene”.**
Jorge Luis Borges
Simulacro de abismo
donde devienen los miedos,
las dudas, los vacíos.
Sólo me faltan cristales molidos
para que el riesgo como un pedestal
se yerga en la certeza
final de la caída.
Me conmuevo erguida
en el apocalipsis de mi sombra.