<b>Noviembre 2000</b>
Noviembre 2000


Mi abuela y yo

Emilio Bolón Varela (h)

Los carnavales de 1940 se presentaban esplendorosos. Decenas de mascaritas se agolpaban frente a la puerta del Club Gimnasia y Esgrima de Villa del Parque para asistir a los ya tradicionales bailes del barrio. Colombinas, pierrots, bailarinas rusas, zorros, fantasías y algún suicida que, no obstante las bromas pesadas de algun piromaníaco, se atrevía a disfrazarse de oso.

A pesar de la guerra que asolaba Europa, Argentina era una isla casi paradisíaca por la paz y tranquilidad cotidianas. La clase media acomodada brillaba en estas fiestas con cierta distinción importada.

Justamente enfrente, cruzando la vía del ferrocarril «Buenos Aires, al Pacifico», sentados en dos confortables banquitos de madera y paja, contemplábamos todo, mi abuela Teresa y yo.

Recuerdo esas noches tibias de verano, los olores a humo de la rugiente locomotora, del pasto cortado y mojado y el perfume de la dama de noche. A veces pasaba varias semanas con ella y mi abuelo Juan. Mis padres viajaban de vacaciones a las sierras de Córdoba o visitaban a mis otros abuelos, Delia y Jorge que vivían en Rosario. Una vez vino mi madre a buscarme de improviso. Rápidamente, sin que pudiera verme, irme a la higuera del fondo providencialmente bastante alta..

Me divertía ver a mi madre corriendo allá abajo y los gritos.

Cierra tarde, debajo del parral del patio y de su sombra, mi abuela me contó que le gustaría volver de visita a la campiña gallega sembrada de castaños, donde nació. Ella, había venido desde su añorado pueblo, Piedra Fita, a los catorce anos. Después ayudó a viajar a sus hermanos: Darío, Manuel, Constantino, Dora, Pepa, María, Federico y Lola. También trajo, aunque solo por un tiempo, a su madre, mi bisabuela Estrella.

¡No abuela! ¡EI agua esta muy fría!

Ella pasaba una y otra vez por mi cara su mana regordeta, acostumbrada a las tareas rurales. En el invierno esta escena se repetía todos los días frente a la pileta del patio. Desde muy temprano sallamos con dos bolsas hacia la feria municipal. Me decía siempre que la verdura y la fruta eran tan buenas como las de España pero que había que comprarlas muy temprano, antes que se terminaran, así que apenas salía el sol ya estábamos allí.

Mi abuelo Juan, creo que me habló dos veces en la vida. Una fue cuando me llevaba de paseo a la agronomía en su bicicleta. Me dijo entonces que le gustaba ir allí porque le recordaba su pueblo, por el paisaje y por sus arboles de distintos tonos.

A modo de confidencia, me contó que durante las noches sonaba con su amigo y compañero Manuel, agonizando en el camino, después de recibir un disparo de un guardia civil. Ambos habían escapado del pueblo, para embarcarse con el propósito de viajar para estas tierras.

La salida se apresuro ante la inminencia de tener que ir a pelear a la guerra de Cuba.

La otra vez que me dirigió la palabra, fue en el mismo lugar, en un descanso bajo los arboles.

Me preguntó si sabía porque me llamaba Emilio. Le dije no con la cabeza. - Tu te llamas Emilio en homenaje al gran escritor y orador español Emilio Castelar.

Nunca mas tuve un diálogo con él. Tal fue su amor por ese lugar que fue su ultimo viaje, al regresar de ese paseo, se recostó en silencio en su cama y nos dejo.

Casi siempre éramos tres a la mesa, mi abuela Teresa, mi abuelo Juan y yo. Ala hora de la cena casi no hablábamos. En una oportunidad tratando de tragar un bocado, creyendo que era un churrasco de carne vacuna, me di cuenta enseguida que no lo podría pasar, la voz de ella so no rotunda: es hígado, te gustará y además no es tan caro.

Ellos, me parecía, sentían un placer inigualable en ese momento. Todo lo hacían muy despaciosamente. Luego de cenar jugábamos al dominó o escuchábamos des de una radio «capilla» La Hora de España algo así.

Cuando ya tenia doce anos, volvía a mi casa en tren. La abuela Teresa se quedaba en la puerta saludándome. Yo volvía la cabeza varias veces mientras caminaba la cuadra a la estación. Y siempre estaba allí, saludándome con el brazo en alto, moviendo la mano en abanico, hasta que el ultimo vagón se perdía en la lejanía.

por Asociación Argentina de Lectura