Fernando Sánchez Zinny
Además, debo ir al mar, buscar el aire fuerte y contemplarlo,
ensordecer de nuevo, mirar con ojos jóvenes
aquel horizonte impreciso y ya prohibido,
desde la arena sucia que deja la bajante. Debo,
sobre todo, esconderme de mí, no pensar tanto.
Un día luminoso hacia media mañana:
la niebla se disipa, lo lejano irrumpe
y hay lentas despedidas que hacen recordar casos,
adioses que despueblan la ciudad resignada.
Es que, además, debo ir al mar. Estoy enfermo.
Discurre el tiempo sombras,
nubes que apagan la irisada superficie…
Y yo debo sanar, volver a descubrir la playa.
Oír otra vez el clamor, el vocerío que robé cuando muchacho.
Voy a curarme, amigos. No puede ser que muera
junto al mar, entre ustedes, en esta dimensión
de vientos y graznidos en que hallaba sostén alguna historia
que apenas si quería cantar y padecer.
Las cosas son así. Voy a ir al mar, tal vez pronto.
Habrá el hisopo del oleaje a cada embestida, la mano
que hace visera… Y risas, migraciones, escritos,
una pobre mujer en el acantilado,
el cansancio, las ganas de dormir, de inclinar la cabeza.
Además, amigos, debo ir al mar.
Por el vidrio resbalan los hilos de la lluvia:
la ciudad detenida como un convoy ausente
propaga desde el fondo del ventanal abierto
la falta de pasión y pena.
El tránsito se consumó en soledad piadosa
y la codicia yace tras los techos y muros,
hecha crepitación, rescoldos,
fragmentos de una nómina que el corazón rehúsa.
Esta ya no es la lluvia del verano
sino otra, obstinada y apacible,
como el rumor callado de un presente
que nunca dejará de serlo.
Parece un tiempo bueno para comenzar a irse:
se regalarán libros, muebles, algunos cuadros,
chucherías traídas en los viajes;
por ahí hasta esta lapicera.
Apenas deje un poco de llover saldré a la calle,
con el saco cruzado y el paraguas negro,
a encontrar la alegría de unos ojos distantes,
la impredecible luz
de la vida que sigue.