Cristina Rossi
Es lo suficientemente difícil encontrar decires para traducir la vida y la muerte.
Filosóficamente uno podría explicarlos o religiosamente, por la fe; pero en la realidad la vida es vida y la muerte es muerte.
Si sos creyente, desde un costado de la duda, Dios te salva, si no lo sos, es posible el tormento, o la explicación racional, o el nada más.
Pero creéme no es así: las almas de los que han estado al lado nuestro y han sido queridos las seguimos teniendo en nuestras mochilas de vida que a veces pesan y a veces alivian.
Carlos se llevó consigo una parte de mi infancia, lo tengo en mi mochila “¿Puede decirse que la infancia es siempre feliz?” No lo supe nunca si él lo fue, yo casi siempre sí.
Los recuerdos me van empañando la mirada; porque de qué otra cosa podemos vivir cuando ya no sentimos sus palabras, sus susurros, su mirada.
Carlos, Jorge y Cristina formábamos un trío que sin ser d´artagnanes nos arreglábamos para jugar o bien en bicicleta o a las casitas o a hacer de alumnos y yo de maestra (¿qué ironía, no?)
Éramos muy niños y toda la fantasía, la milagrería, la poníamos en ese jardín y patio de Dávila 666. Todo se terminaba cuando Hilda lo llamaba a almorzar, no quería que los chicos se quedaran en mi casa. ¡Vaya a saber por qué!
Muy felices también nos hacía cuando papá y Luis, mi tío, iban a cazar a la estancia de los Santa María.
Cuando volvían, ese garage de Dávila (como ves esa calle marcó nuestra vidas) se llenaba de olor a perdices, a liebres, a martinetas, a conejos, también a patos vivos (era un triunfo que fueran al horno) y hasta un chancho que atamos al naranjo y lo dejamos crecer.
Todo transcurría y transcurrió sin pesares, así lo viví yo y siento que Jorge y Carlos compartían esa felicidad.
Después Carlos despegó de nosotros porque era más grande de lo grande que ya era y se fue esfumando poco a poco la niñez.
Aparecieron los novios, los casamientos, los hijos, los nietos… Entonces junté un lugar para las emociones:
y para saber con qué fragancia me levanté
descubrí el naranjo de mi infancia:
las cítricas naranjas, los azahares y el dolor.
El romero, caracoles y perdices
que en la cocina amalgamaba mamá
con humito de cebollas, cilandros y tomillos,
mientras mi viejo cruzaba el garage de par en par.
Hacía frío y era mayo y los vecinos
andando por cada escalón y cada puerta
sahumando con sus risas y sus charlas
la comida que el domingo se ha dicho prometida
y los vinos, junto con los tíos, Luis en este caso,
y los primos, Carlos que reporta como adulto
eran elegidos con gran algarabía
para mañana en la mesa la comida.
No hay ensaladas, sólo papa hervida
que será la pareja compañera
de cada perdiz escabechada.
Y el jardín con su naranjo
imponente y protector
nos ve a los primos y vecinos
jugando alrededor.
No escuchamos ni a Hilda
ni a mamá, ni a mi abuela.
¡Cuidado con Susana!
¡Cuidado con la cuna que la van a voltear!
Carlos corre a Liliana chiquitita
alrededor del jardín de jazmines sin flor
ellos perfumarán el aire en noviembre
con olores de nuevos novios y vos.
Y como trombas, como presencia
que se termina acabando
retomábamos la calle, la libertad en bicicleta.
Ella nos llevaba al país de la paz.
Al mirarme de nuevo toda entera
veo el costado de mi niñez al lado
de mis manos vuelven a salir rosas
y en mis ojos mi familia: papá, mamá,
mis tíos, mis primos.
Ahora estoy sola
vuelvo para seguir el camino
tomada de la mano, mi familia
y caminar.