Con la lectura pasa algo parecido a lo que nos ocurre con el amor, con los amigos entrañables y a lo que también sentimos con algunos objetos, lugares y recuerdos que nos acompañan a lo largo de toda la vida.
Esos que van cambiando con nosotros, que se van transformando y adquiriendo nuevos significados, pero que permanecen.
Porque la lectura estuvo siempre. Cuando eramos muy pequeños a través de las canciones de cuna, una de las primeras formas de comunicación, con la palabra.
Un poco después llegaron las rimas, los cuentos para ir a dormir, las adivinanzas, los trabalenguas, las rondas. Pero siempre las palabras, las palabras mediadoras entre las emociones y la necesidad de acompañamiento, de comunicación, de transmitir "esas cosas" que van mas allá de las palabras.
En un momento posterior al de esa primera infancia, la lectura comenzó a transformarse en algo diferente y las palabras, también. En algo frío y formal que los adultos solían calificar como correctas o no, como claras o confusas, como verdaderas o falsas y las consideraron también como buenas o malas palabras.
¿Qué fue lo que pasó entre ellas y nosotros, en aquel momento? ¿Qué, para que cuándo comenzábamos a adueñarnos de ellas en la escuela, cuando empezabaámos a aprender a leer y a escribir, para que justo cuando creíamos que iban a ser nuestras para siempre, todo ese universo cambiara tanto? ¿Tanto, que casi las perdemos?
Porque tan distintas comenzaron a sonar que parecían de otro idioma, no del nuestro, no de aquel idioma que nos acunó y con el que nos comunicábamos tan bien y tanto, con el que reíamos y llorábamos porque las palabras nos conmocionaban y nos ayudaban a sentir el mundo, no solo a conocerlo, a vivirlo también
Y, por supuesto, algo muy parecido nos ocurrió con los libros, como es lógico. Con aquellos primeros libros que guardaban historias que queríamos escuchar una y mil veces sin cansarnos de oírlas y de leerlas adivinando los misterios que escondían las letras, las imágenes, la modulación de la voz de la abuela, la mirada, los gestos, los silencios ... Todo aquello era una ceremonia de emociones y de intensa comunicación; un encuentro con el placer, un placer sensitivo, humano, transformador que nos dibujaba sonrisas o gestos de miedo, tristeza, intriga, amor, enojo, impaciencia, desilusión ...
Así llegó un momento· en que los libros se transformaron en objetos aburridos, forrados de azul, con etiqueta, con muy pocas o feas ilustraciones, con palabras muy elegantes pero que nos hablaban de cosas que no nos interesaban, que no tenían nada que ver con to do aquel mundo de antes ... Libros que no se podían leer en el piso, ni prestar, ni dibujar, ni sentir como propios. Pero eso sí, había que leerlos igual. Teníamos el deber de leerlos. La obligación de leerlos, para aprender, para saber, para entrar al mundo de los grandes, de los que todo lo saben.
Pero la fuerza de la imaginación, la fantasía y el deseo de sonar despiertos y de emocionarnos a solas nos hizo encontrar una estrategia, un camino transgresor y a veces prohibido por los adultos: el de las lecturas a la hora de la siesta; esas lectura robadas, escondidas, secretas ... Comenzaba a abrirse esa brecha, cada vez mas grande, entre las lecturas escolares y las otras, las nuestras ...
De algún modo pudimos recuperar la lectura como comunicación con nosotros mismos, en la intimidad de las lecturas elegidas o recomendadas pero no obligatorias, sino por placer ...
Todos los que pasamos por esas variantes, por esas formas diferentes de vincularnos con los libros, los que pudimos recordar algún maestro que nos permitió leer sin culpa lo que nos gustaba, supimos después encontrar la manera de sugerir, ayudar, acompañar a nuestros hijos o alumnos a relacionarse con los libros.
Fuimos entendiendo que había muchas formas de leer y razones para leer, aunque quizás no todos se atrevieron a desobedecer el terrible mandato social de la lectura valiosa, edificante, imprescindible. La de aquellos auto res que gustaban a los gobiernos de turno, sobreentendiendo la prohibición de leer a otros malvados, locos, peligrosos auto res que podían pervertirnos o llevarnos por mal camino con su nefasta influencia. Pero lo que también pudimos intuir detrás de estas prohibiciones fue la fuerza y el poder de la lectura, de los libros, de algunos libros, de muchos libros, y leímos, leímos y leemos.
Y como nuestra relación con la lectura fue sufrida, peleada, vivida y nos acompañó fielmente en tan distintos momentos de nuestra historia y nos ayudó y nos orientó y nos llevó a compartir personajes, autores, ideas, proyectos y amigos y ausencias y recuerdos y deseos ... quizás sea por eso que queremos que otros pasen por lo mismo, o por algo parecido a "eso" que nos marco definitivamente como generación.
Es desde ese lugar que entiendo que debemos promocionar la lectura. No como un mandato vacío, no como un habito útil, no como un deber escolar. Sí como un placer, sí como un encuentro con uno mismo, sí como una forma de ejercer la libertad personal, la posibilidad de crecer internamente, de alimentar el poder de la imaginación.
Creo que es a partir de esta reflexión sobre nuestra propia historia como lectores que podemos buscar y encontrar como transmitir la pasión por la lectura. Las técnicas, los modos, los métodos, los programas, los proyectos de promoción deben surgir de aquí, del deseo de que otros lean para ser un poco mas felices, para estar menos solos, para poder trascender las fronteras terribles del tiempo y del espacio. Para aprehender al ser humano a través de la literatura y encontrar todo aquello que nos vincula, que nos permite viajar a otros países, a otros mundos y vivir otras vidas en la nuestra, de lectores.
No creo, finalmente, que haya una formula mágica para promover la lectura. Creo que hay tantas como nuestro verdadero deseo de hacer lectores. Lectores por placer. Lectores de literatura. Lectores creativos.
Hoy mas que nunca, ante este nuevo mandato socio-cultural del estrés y el exitismo, del consumo desenfrenado y el zapping que busca la anulación del espacio para pensar en uno mismo, la lectura placentera adquiere un valor terapéutico para el ser humano al promover un espacio de conexión interna.
De aquello mismo que dijera tan bien Wolfgang Iser al definir la lectura: "es como si al leer no avanzaramos sobre el libro sino sobre nosotros mismos".