Agosto 2012
EL SILLÓN DE ROBLE
Por Julia Rossi
El vendedor abrió la puerta de la casa y las telas de arañas brillaron. Míster Wilde entró a los manotazos...
-¡Cuántas telas de arañas!- protestó molesto.
-El dueño la tenía impecable...- comentó el vendedor- después murió. Quedó el sirviente... Un día no se supo más de él- ¿La quiere? Hay otro interesado, sabe, no está obligado- continuó el vendedor con un gesto aburrido; de las mangas del saco le asomaban unos dedos largos, muy finos.
Míster Wilde observó el sillón de roble ubicado al lado de la biblioteca, cerca de la pared, lo envolvía una gran tela de araña. Al contacto con los rayos de sol, el sillón resplandeció.
-¡Sí!- se apresuró a decir míster Wilde.
Los ojos del vendedor chispearon cuando exclamó:
-¡Vendida!
El sillón de roble siguió ocupando ese lugar importante en el living, cerca de la pared de ladrillo visto, al lado de la biblioteca. Míster Wilde sentía una atracción especial por ese sillón. Todas las tardes, al sentarse, lo corría hasta casi tocar la pared.
La pared tenía un hueco en la punta de un ladrillo. La araña, que habitaba en el hueco, salió de él con el movimiento del sillón y se deslizó sigilosa por la ranura de cemento entre los ladrillos sin revoque. Se echó y se acurrucó cuando los cabellos de míster Wilde, que estaba apoyado en el respaldo del sillón de roble, la rozaron. La araña tenía los ojos muy abiertos, atentos a los desplazamientos.
Pasado el peligro, la araña volvió a su estado normal, se deslizó por la ranura de cemento y se metió en el hueco. Míster Wilde acomodó la vela encendida sobre la mesita y se dispuso a leer el libro. La araña, desde el hueco estiró una pata, alcanzó el cabello que sobresalía del sillón y subió por él a la cabeza de míster Wilde. Regresó velozmente a su hueco porque el hombre levantó la mano y se tocó la cabeza, dejó el libro sobre la mesita, apagó la vela y se levantó. La araña quedó muy quieta. Dos patas finas y largas asomaban por el hueco.
El sillón resplandecía todas las mañanas cuando los primeros rayos del sol se filtraban por las rendijas de la ventana. El hombre se sentaba en el sillón de roble siempre al atardecer y acercaba el sillón a la pared sin tocarla. La araña salía de su hueco. Recorría sigilosa la ranura de cemento entre los ladrillos. Se encogía cuando el cabello que sobresalía del sillón la rozaba, para luego deslizarse otra vez por la ranura y meterse en su hueco, desde donde estiraba una pata y alcanzaba el cabello...
Una tarde, la araña logró su objetivo: al ser tocada por la mano de míster Wilde, la araña lo picó. El hombre gimió y se tomó la mano. No se levantó, se lo impidió una fuerte convulsión. El libro cayó al suelo. Míster Wilde quedó inclinado sobre el sillón. Nadie apagó la vela, ni levantó el libro. La araña salió de su hueco y volvió a entrar. El cabello de míster Wilde estaba ahí, cerca, muy cerca de la araña. El libro permanecía en el suelo y la vela se consumía. Nadie entró a la casa.
La araña salió de su hueco y avanzó por la fisura de cemento. Los ojos, atentos a posibles movimientos. La araña saltó al cabello y caminó por la cabeza del hombre que no se inmutó, se deslizó por la frente, por la nariz y cayó dentro del bolsillo de la chaqueta. Allí quedó quieta, quizá por precaución... Asomaron dos patas finas y largas. La araña salió del bolsillo, subió al cabello del hombre y recorrió la cabeza. Esta vez, más confiada que la primera. Llegó a la frente, tomó un cabello blanco que lo tejió con un hilo hasta el hombro. Luego otra hebra hasta la rodilla y de allí, otro hasta los pies descalzos de míster Wilde.
Tendió muchos hilos más.
Los primeros rayos de sol que se filtraron por las hendiduras de la ventana, la sorprendieron tejiendo. Al contacto de los rayos, los hilos de araña brillaban como si fueran de cristal. El hombre en el sillón resplandecía todas las mañanas. Nadie perturbó la calma.
A míster Wilde se le desprendió un párpado…, la araña se lo remendó.
¡Si sabrá de remiendos! Lo mismo hizo con la oreja, y con la nariz. De a poco, la araña le reparó todo el deterioro que provocaba el paso del tiempo. Después, lo envolvió totalmente con sus hilos -llevó muchísimos días su labor- y puso sus huevos.
Todas las mañanas, el sillón de roble resplandecía con los rayos de sol. Parecía de cristal y la araña subía y bajaba colgada de los hilos, como si viajara en un ascensor. Cuando nacieron las arañitas, se hicieron un festín. De míster Wilde, sólo quedaron restos envueltos por la tela ¡El banquete había concluido! La araña volvió a su hueco con las arañitas. Esperaban...
El brusco temblor de la puerta que intentaban abrir, anunciaba la presencia de un nuevo comprador. Las ventanas se abrieron. Se escucharon pasos de hombres, ruidos, voces...
-¡Cuántas telas de arañas!
-También, con los años que estuvo cerrada. -comentó el vendedor- ¿La quiere? Hay otro interesado, no está obligado..., dedos largos y finos asomaron por las mangas del saco.
-¡Sí, sí!- dijo el hombre, mirando el sillón de roble.
-¡Vendida!- exclamó el vendedor con cierta risita maliciosa.
Los ayudantes sacudieron los muebles, la biblioteca, el sillón de roble...
Se desprendió la tela de araña del sillón con el primer golpe del plumero.
-¡Ah!- gritó el ayudante por la repulsión que le provocaban las telas.
Con el segundo golpe del plumero se escuchó un ¡Cric! ¡Cric! y cayeron al suelo astillas. Al contacto con los rayos del sol, las astillas hacían guiños. El piso quedó iluminado. El primer balde de agua arrastró la basura hacia afuera.
-¡Grande fue el insecto que capturó esta tela de araña!- exclamó con asombro uno de los hombres.
El sillón de roble siguió ocupando ese lugar importante en el living, cerca de la pared, al lado de la biblioteca. El sillón resplandecía con los primeros rayos del sol que se filtraban por las rendijas de la ventana. El nuevo dueño que sentía una atracción especial por el sillón, se sentaba recién al atardecer...
La araña estaba en el hueco, expectante.