Abril 2012
Por Myriam Goldenberg
Soy la secretaria de un abogado bastante importante. Pero no piensen mal… sólo trabajo para él. Cuando recién me contrató, yo era una dactilógrafa más, pero siguiendo sus indicaciones y esmerándome, conseguí mi merecido ascenso, al jubilarse su secretaria. Al principio, cuando me dictaba en su despacho, se lanceó con cierta habilidad, pero lo esquivé, hablando con entusiasmo de mi novio deportista y al final se convenció de que lo mejor para ambos era mantener una buena relación laboral. Nunca más tuve problemas y además, me paga muy bien. Desde hace tres años, tomé la costumbre de viajar a Carlos Paz para disfrutar allí de mis vacaciones de enero. Había descubierto un pequeño hotel a un precio muy conveniente y maravillosamente bien situado, cerca del balneario. Siempre me gustó bañarme en los ríos de las sierras. La dueña me guardaba todos los años la mejor habitación, con vista al agua. Voy siempre sola, la idea es la de descansar en un lugar tranquilo, ya que necesito reponerme del stress que significa para mi, trabajar y estudiar Derecho simultáneamente. El día tres de enero, estaba en el río, disfrutando de la paz de las sierras, cuando se acercó a conversar conmigo una mujer cuarentona, muy simpática. Me contó que era maestra, de la ciudad de Santa Fe y que también estaba sola ya que era viuda. Congeniamos bastante y terminamos almorzando juntas en una mesa cercana al río. Ella se quejaba de lo caro que le había resultado su alojamiento. Durante la conversación yo le conté de mi maravilloso hotelito, que era bueno y barato y le di el nombre. Ella me dijo que era la primera vez que venía a Córdoba. Me lo parecía, ya que en vez de bolso, usaba una cartera muy de ciudad. En la mesa contigua a la nuestra, un matrimonio de jubilados terminaba de comer un suculento asado, y ahora estaban jugaban cartas. Después del almuerzo, yo saqué mi libro y mi nueva amiga se fue a caminar. Antes de irse me había pedido que, por favor, mirara sus cosas, hasta que volviera. La esperé una hora, pero, como no llegaba, me fui, dejando sobre la mesa sus pertenencias, ya que yo necesitaba urgente disfrutar de mi siestita obligatoria. Le pedí a la pareja de jubilados que mirara la cartera hasta que ella volviera y me retiré. Grande fue mi sorpresa cuando, unas tres horas después, se presentó un policía local en el hotel preguntando por mí. La dueña le preguntó qué pasaba, él no dio explicaciones, sólo me exigió acompañarlo hasta la comisaría más cercana. Cuando llegamos me hicieron pasar a una oficina interna, donde estaban sentados delante de una mesa, la maestra santafecina y el comisario. Allí me enteré que ella había puesto una denuncia contra mí, diciendo que yo había robado de su cartera, dinero y un anillo de oro de gran valor, en el momento en que ella se había ausentado, y pedía que yo devolviera lo robado. Habían firmado como testigos del hecho, nuestros vecinos de mesa, la pareja de jubilados que jugaba cartas. Declararon que apenas ella se fue, yo me había dedicado a revisar su cartera y que me habían visto sacar dinero y otras cosas. Me quedé helada, no lo podía creer. La situación era, para mí, un absurdo, pero no tenía manera de demostrar mi inocencia. Dije lo único plausible, que la dueña del hotel me conocía y que yo trabajaba con un abogado muy importante de la capital. También expliqué que no tenía problemas en que revisaran mis cosas en el hotel, allí ella comenzó a gritar que yo ya había tenido bastante tiempo para esconder todo. El comisario me estudiaba, cuando me vio a punto de llorar dijo que irían con nosotras, dos policías a revisar mi pieza del hotel y que después él tomaría una decisión. Estábamos saliendo de la comisaría, la maestra, los dos policías y yo, cuando casi nos chocamos con un hombre muy buen mozo, alto, de unos cincuenta años, que estaba con una señora muy mayor, ellos conversaban con una empleada en la mesa de entrada de la comisaría. La señora estaba diciendo algo acerca del certificado de supervivencia…Cuando vio a la maestra, el hombre cambió de color, la agarró del brazo y empezó a gritar _ ¡¡¡¡Sinvergüenza!!!! ¡¡¡¡por fin te encuentro!!!! ¡¡¡¡Todavía estás libre, después de la plata que me robaste!!!! ¡¡¡¡Ladrona!!!!!_ Todo eso mientras la sacudía…
Tuvieron que intervenir los dos policías para que la soltara… Por supuesto que todos acabamos en la oficina del comisario y después de muchos gritos e insultos, más una consulta de antecedentes de la maestra, se aclaró la situación. Resultó ser que, unos meses atrás, este señor había conocido a la mujer, que no era ni maestra ni santafesina, en un baile. Al salir, ella le había pedido que la acompañara hasta su casa aunque no era muy tarde, serían las diez de la noche. Cuando cruzaron la plaza, en un banco estaba sentada la misma pareja de jubilados que habían declarado en mi contra. El hombre y la mujer venían caminando, y apenas pasaron al lado de la pareja, ella comenzó a hacer una escena, gritando y llorando, decía que él la había maltratado y que la había querido violar… Él, aterrorizado, balbuceaba que era mentira, que se callara, entonces ella dijo en voz baja, si me das toda la plata que tenés me callo, si no esa pareja del banco declarará que lo que digo es cierto. Él se asustó, le dio todo el dinero que tenía encima y ella desapareció.
Cuando al día siguiente, el hombre puso una denuncia contra la mujer, nadie le creyó y, desde entonces la estaba buscando. Resumiendo la situación, ella quedó detenida, salieron los dos policías en el acto a buscar a la famosa pareja de jubilados y yo quedé libre de toda sospecha. Al otro día volví a Buenos Aires y me olvidé para siempre de la paz de las sierras. Desde entonces cuando veraneo sola, elijo lugares llenos de gente, pero no hablo con nadie ni explico dónde queda mi hotel.
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