Agosto 2011
Myriam Goldemberg
Mamá era una excelente modista, quiso enseñarme, cuando tenía nueve años, pero yo no tenía ni su paciencia, ni su prolijidad. Logró reunir una considerable clientela de elegantes señoras que llegaban a casa en sus imponentes autos.
Cuando mamá falleció, no dejaron de venir pero al comprobar que yo no era tan buena con la costura, desaparecieron. Motivo por el que me dediqué a hacer arreglos en prendas sencillas y trabajaba para las vecinas del barrio. Se corrió la voz y logré no solo aumentó el trabajo sino el dinero pero me aburría, cosía todo el día y mi única compañía era la radio, aunque, también, arreglaba la casa y cocinaba para papá y mi hermano que se turnaban para atender un kiosco de diarios en la avenida.
Un día, mi amiga y vecina Mechita me comentó que, en la mercería donde trabajaba, en Once, necesitaban una empleada. No dudé, me fui a conversar con la dueña del negocio. Le caí bien y me tomó en el acto.
Cuando comuniqué las novedades a mi padre y a mi hermano, no les gustó nada el arreglo y trataron de disuadirme diciendo que no me convenía, que iba a gastar sl sueldo solo en viajes…me puse firme y y les manifesté que no me importaba y que, de alguna manera, les dejaría la comida preparada.
Al día siguiente, inicié el nuevo trabajo.
Hace diez meses que estoy en la mercería y, hasta ahora, contenta.
Para llegar, tengo dos opciones: el tren y ell subterráneo o el colectivo que demora más.
Ese día llovía, así que elegí el colectivo. Cuando subí, ya no había donde sentarse pero un hombre flaco, con un impermeable azul y una mochila se levantó y me dio el asiento. No era muy cómodo ya que, junto a la ventanilla viajaba un señor muy gordo, comn un traje que le quedaba chico y un enorme portafolio negro.
Para mí quedaba apenas un resto de asiento. Me acomodé como pude.
En un ratito, el colectivo se llenó. A mi lado viajaba, parada, un chica joven, de un brazo le colgaba un bolso y con la otra mano sostenía el celular, conversaba con alguien. El flaco del impermeable azul estaba junto a ella. De repente vi cómo metía su mano en el bolso de ella y empecé a gritar: ¡ladrón, le robó la billetera! El flaco ya corría, veloz, hacia la puerta. Todos se dieron vuelta a mirar qué pasaba…La chica dejó el celular y reaccionó: ¡chofer, pare el colectivo, agarren al ladrón! El chofer le hizo caso, alguien ya tenía al flaco de una oreja y habían sacado la billetera de la chica de su mochila.
El chofer declaró que pararía a los dos cuadras, en una comisaría. Pidió, por favor, dos testigos. Lo miré al gordo y le dije que yo me ofrecía, y agregué usted, también puede ir.
Paramos. Bajamos el chofer, el ladrón, la chica, el gordo y yo. El resto de los pasajeros permanecieron en el colectivo quejándose de que llegarían tarde al trabajo. En la comisaría nos atendieron bastante rápido, en quince minutos firmamos la declaracín y dejamos allí al ratero.
La chica, muy amable, nos ofreció llevarnos en taxi pues era la secretaria de un abogado y él lo pagaría. El gordo declinó el ofrecimiento, yo seguí con ella.. De todos modos, llegué tarde pero la dueña, cuando supo toda la historia, no dijo nada.
Al día siguiente seguí la lluvia… otra vez al colectivo pero pude sentarme del lado de la ventanilla. En el asiento de atrás viajaba el gordo. Lo saludé y cambiamos unas frases. Qué sinvergüenza ese tipo -dijo-. Pobre chica, las cosas que hay que ver… Mi vecina de asiento me preguntó de qué se trataba, le conté la historia y después, segumos conversando.
Cuando estábamos cerca del centro, una señora se preparó para bajar, detrás de ella se paró el gordo. La mujer tenía en la mano su bolso, el paraguas y un paquete, trataba de acomodarse pero no podía. Por casualidad, me fijé que el gordo estaba demasiado cerca de ella… alcancé a ver como en un instante le sacaba la billetera del bolso y la deslizaba en su portafolio… ella ya estaba abajo al igual que él y yo demasiado lejos.
No dije nada… que Dios me perdone –pensé-… mientras el colectivo arrancaba.