Diciembre 2008
Elba Gallenti
Se acercó a la esquina lentamente como todas las noches. Su andar armonioso le ondulaba las caderas y le hacía parecer todavía sensualmente atractiva.
Alzó la vista y contempló el cielo estrellado. Ese cielo que había sido testigo de tantos momentos de felicidad, de tantas búsquedas y de tantas, tantas horas de impaciente soledad.
Ahora, con muchos desapacibles inviernos y veranos abrasadores sobre sus espaldas, se sentía ciertamente cansada, enferma. Miró alrededor. Su vista se posó melancólica sobre los techos de terrazas húmedas. También las casas del vecindario la habían acompañado con su deterioro, sin embargo, la gente había cambiado: los más chicos ya no estaban, sólo una vecina nueva le acercaba de cuando en cuando un plato con comida; los demás, simplemente la ignoraban, no la tenían en cuenta ni recordaban que ese barrio había sido siempre su lugar, su territorio.
Agobiada por la rutina recorría cada vez menos veredas. Es que hacía ya demasiados años que nadie la llamaba por su nombre. Su nombre... ¿Carla...? ¿Carina...? No: ¡Carola! Sí, Carola. Ella, la de los ojos de almendra y mirada de mar, ella, la aventurera, la transgresora, la desvelada sirena que atraía pasiones con su canto. ¿Amor... sexo...? ¿Qué más daba? Ella había sido siempre fiel a su naturaleza.
El recuerdo le hizo bien. Cruzó la calle y con un profundo suspiro se sentó sobre un umbral solitario y a la luz del farol se alisó los bigotes y después de lamerse las patas delanteras y la cola se puso a soñar con un almohadón de seda roja igualito a ese sobre el que dormía cuando era joven.